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Cómo se mueve el “peaje”

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EN LA PENITENCIARÍA CIRCULAN CERCA DE 30 MILLONES DE PESOS CADA MES

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SANTO DOMINGO.-En la Penitenciaría Nacional de La Victoria el tiempo también se cuenta por galones: el desorden, dicen algunos, ocurría “hace dos coroneles”, cuando hasta lo imposible era posible: pagar con tarjeta de crédito dentro del penal a través del “verifon” que se usaba en la venta de lotería. El caso trascendió a la prensa y 25 internos y un alto oficial tuvieron que ser trasladados. 

Varios años después la corrupción sigue arraigada en el penal y muchos internos se quejan todavía de que deben pagar un “cupo” a los “representantes” y a los policías de algunas áreas. Las “contribuciones” se hacen generalmente los domingos, cuando la visita se ha ido. Un policía puede recibir, según el rango, desde 30 pesos (un raso), hasta 200 y 300 (un teniente). 50 pesos semanales dan para recibir ciertos privilegios.
El pago del “impuesto” le da legalidad a la transacción. Poner una “mesa” (un negocio en los patios o los pasillos) cuesta entre 20,000 y 30,000 pesos, y el alquiler de un “sitio”, de 600 a 700 la semana. “Francisco”, un interno de “Malvinas”, dice que cuando uno llega a La Victoria, debe “invertir” en promedio por lo menos 5,000 pesos, que se irán poco a poco desde el policía de la “Planchita” y el oficial y el “representante” del área, hasta el custodio que lo va a “trancar” y el “representante” de la celda, todo dependiendo del lugar del que se trate (los precios de “Alaska” distan mucho de los del “Patio”), sin contar con el costo de la “goleta” o del sitio para dormir.
Además, todo lo que entra a La Victoria paga un “impuesto”, dependiendo de lo que se trate y de quien lo traiga; el sistema, de tan enquistado, llega a ser en un momento justo: una persona con mayores recursos pagará más que otras. Por meter al penal un abanico hay que pagar 500 pesos, por una nevera que costó 15 mil, casi 10,000, por un televisor de 30,000 pesos, unos 15,000.  Igual pasa con las personas. “Todo el que entra tiene que pagar”, dice “Francisco”. 300 pesos el VIP mínimo, que en otros lados, recibe el mismo privilegio: andar con un cuchillo, por ejemplo, puede costar hasta 3,000. Pero el negocio que más deja (a todos y sin forma de cuantificar) es el juego: cartas, dominó, gallos, lotería de bancas y de boletos para llenar, apuestas. “Si eres honesto no sirves para el sistema”, afirma el interno, al referirse tanto a sus compañeros que andan al margen de la ley como a algunos policías corruptos. También estima que en la puerta de entrada, producto de las extorsiones, se manejan al menos un millón de pesos al mes, al contado.
“Lo que entra por allí, cuando yo me voy, es incalculable. Y los sábados y domingos, cuando no estoy, el penal es una pudrición”, ratifica Demetrio Fragoso, de 55 años, aunque sus cifras son mayores. El encargado de los Economatos (establecimientos que abastecen de ciertos productos a los internos) de la Penitenciaría Nacional de La Victoria, asegura que su puerta es una verdadera “aduana”. Hace dos años, recuerda, cuando compró tres freezers para la administración, el propio coronel de entonces, la mayor autoridad uniformada de la prisión, lo “quiso picar”, pero terminó siendo cancelado. 
“Aquí había gallos, maquinitas, bancas establecidas”, señala Fragoso. Igual que yuca proveniente de la finca de una alta autoridad, que dejó de comprarse, aunque el negocio del carbón, que alimenta todos los fogones del penal, sigue siendo exclusivo de dos policías que venden a mil pesos el saco, y a 10 y 15 la funda. Otros dos, apunta el funcionario, son los encargados de reunir en la puerta de entrada 20 mil pesos diarios para “no se sabe quién”, lo que hace 650,000 al mes. Y si cada día entran, mal habidos, más de 50,000 pesos por la puerta, al mes se “recaudan” entre millón y medio y dos millones de pesos. “Este es un sistema desgraciado”, dice Fragoso.
En la puerta de entrada a La Victoria hay por el día tres agentes permanentes: un policía, uno de la DNCD y otro de Asuntos Internos. “Blin Blin”, el de la DNCD, ha dado con mucha droga que intentan introducir a La Victoria. Su estrategia es darle confianza a la “mula”, dice. Él fue el que atrapó a una muchacha con tres libras de marihuana escondida en galletas ”reo este mes. Abrió una y no había nada, pero estaba seguro de que algo había entre manos. Hasta que dio con ella. “Blin Blin” sabe que adentro también engañan a los internos que ya están pasados, vendiéndose entre ellos una mezcla de paja con excremento de vaca que hacen pasar por marihuana: “Uno prendido, en su pase, ni cuenta se da”, afirma. También usan azúcar para diabéticos y un componente conocido como “Fisol”. 
Si la libra de marihuana vale entre 5,000 y 5,500 pesos en la calle, aquí cuesta entre 10,000 y 15,000, que cubre la demanda de una gran parte de los 8,000 internos. El cigarro de marihuana cuesta 50 pesos, la libra 22,000. Para pasarla hay que pagar 6,000 pesos. La piedra de crack, también vale 50; la cocaína, en cambio, de muy bajo consumo en La Victoria, cuesta 1,000 el gramo. 
“La marihuana no puede faltar. Lo único que mantiene tranquilos a esos cabrones es eso”, sentencia Fragoso. Según “Francisco”, el de “Malvinas”, en La Victoria se consumen entre 20 y 25 libras de marihuana a la semana. Sólo en el “Hospital” se van cinco como mínimo. Algunos internos calculan que al menos ocho de cada 10 consumen marihuana en algunas áreas del penal, sobre todo en el “Patio”, porque en “Alaska” apenas son dos de cada diez, debido a que rige casi otro comportamiento. Para que llegue a los internos existen cadenas de distribución en las propias celdas, y hasta mecanismos para pasarla de una en una cuando todo el mundo está “trancado” (la marihuana se introduce en una botella de plástico y se amarra a una soga que se tira con fuerza por el pasillo, pasándola de celda en celda. 
El licor también tiene su precio y su propia forma de abastecimiento. El teniente Demetrio Guzmán cuenta que los martes y sábados, los internos preparan el “vino” o lo que sea que se beberán al día siguiente, miércoles y domingos, con la visita. Se hace con maíz, levadura, remolacha y hasta químicos que solo unos pocos están capacitados a hacer. El licor casero cuesta 150 la botellita de refresco, y 50 el “vino”. Si el interno tiene dinero, puede pagar algo más refinado: una botella de ron vale 1,000 pesos y una de whisky entre 3,500 y 4,000 pesos en el “Hospital”, y hasta 7,000 en otros lugares, no menos, y más caro en diciembre porque en La Victoria pesan doblemente las razones del mercado. 
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Amontonados a un costado de la reja principal, detrás de la garita de control, un interno mete en un saco el producto de varios días de requisa. En un momento ha logrado juntar en una mano cerca de quince armas, desde cuchillos y punzones hasta tijeras desentornilladas, de todas las formas, de todos los tamaños, de todos los filos. El teniente Guzmán aparece por detrás y con la vista de águila que tiene, recoge, entre fierros oxidados, palos y otros objetos, un cuchillo de cocina de 30 centímetros de largo, capaz de atravesar el cuello de un hombre de extremo a extremo, con el mango envuelto en esparadrapo y un estuche del mismo material. “¡Lo que se puede hacer con esto!”, dice, llamando la atención del teniente Mañón, que cuenta a los internos que se van a la justicia. “Esto yo mismo lo recogí hace dos domingos”, afirma el oficial, que se va del lugar lleno de orgullo.
“La policía no puede bajar la guardia. Si lo hace nos lleva el diablo”, completa el propio interno que colabora en el área de reciclaje y salud ambiental, y que asegura haber contado no menos de 700 objetos punzo-cortantes en el saco que está a punto de llevarse.
“Para el número de personas, aquí no pasa nada”, dice el coronel Carrasco, que apunta que en seis meses y 19 días cumplidos ese día al frente de la seguridad del penal, ha podido mejorarla a través del liderazgo y la gerencia, dos factores que considera claves en el manejo de la Penitenciaría, con tan poco personal. “El respeto se nota”, agrega el oficial. “Aquí se hace lo que yo ordeno y por eso las cosas salen bien; tenemos un equipo de trabajo y todos obedecen en una misma dirección, mi línea de trabajo”, afirma Carrasco. 
Para enfrentar la corrupción, el jefe de la seguridad de La Victoria tiene una fórmula: “Mucha dedicación. Cada día exigiendo más a los policíasÖ dignidad, conducta en el penal. Los que cometen indisciplina son sancionados y trasladados de aquí” a través de un inspector que debe velar por el cumplimiento del deber. El coronel dice que luego de que la información llega a su despacho ésta es depurada y se toman las previsiones y correcciones inmediatas. En cuanto a los internos, Carrasco dice que el manejo de la droga, el alcohol y las armas se ha reducido a su mínima expresión desde su llegada al penal, por las medidas que se toman.
“Aquí no se golpea a los presos. Si alguien comete una falta se le lleva a la celda de reflexión, y si no se le puede corregir, hago mi solicitud de traslado a la Dirección de Prisiones”, dice Carrasco, un hombre radical, agrega que trata de hacer su trabajo bajo el amparo de la ley  y con los pocos recursos que existen.
El alcaide Nolberto Nolasco tampoco transige: si la corrupción viene de los policías se aplican sanciones, traslados y hasta cancelaciones; en el caso de los internos, dice, se toman medidas disciplinarias establecidas en la ley 224 sobre Régimen Penitenciario, “y al igual que los policías, se les sanciona con medidas preventivas”.
“La seguridad está a cargo de la Policía Nacional, en coordinación con la Dirección General de Prisiones. Hay colaboración entre internos y autoridades, hay un representante por cada celda y son designados por la administración por su condición y comportamiento”, señala Nolasco, para advertir que el castigo a los internos está establecido por el artículo 46 de la ley 224, y consiste, dependiendo de la falta y orden sucesivo, en amonestación, privación  de visitas o correspondencias hasta por 30 días, encierros en sus celdas o en la celda de castigo por hasta 30 días, su traslado temporal por más de 60 días y, finalmente, la privación de otros privilegios que determinen los reglamentos.
En el “Consulado”, Johan Fernández, de 32 años, es un “coordinador”, un interno que colabora con la autoridad de La Victoria y con los dos representantes de su área, y de otras del penal, en el mantenimiento de la seguridad a través de la mediación y un mecanismo que da seguimiento a las diferencias entre internos, a los ajustes de cuentas y a otros asuntos, aplicando medidas preventivas en cada zona de la prisión. “Antes los representantes eran los vendedores de la droga”, dice Fernández, “ahora no”, agrega, para resumir parte de los cambios producidos en el penal.
Fernández se enfrentó a un delincuente en María Auxiliadora, donde siempre vivió, y el hecho lo implicó jurídicamente. Por eso fue condenado a 20 años de los cuales lleva 3 años y 3 meses (el caso irá a revisión). Afuera era un ejecutivo de ventas de Coca-Cola y vicepresidente del PRD, sin ningún problema con la ley. “Fue muy difícil el cambio en el estilo de vida”, dice, y agrega que la estrategia aplicada por las autoridades de la Penitenciaría ha permitido que grupos “negativos”, desde sus propios líderes, se hayan adherido al trabajo de coordinación, y que las condiciones que se han desarrollado hasta ahora en todo el penal no permite el surgimiento de nuevas cabezas como “Denny el Blanco”, aunque reconoce que el ejercicio del poder aún se realiza en contubernio con algunos policías.
“Hay alguna permisibilidad”, dice, pero el representante tiene más apoyo de las autoridades y de alguna forma hay “más democracia y mucho equilibrio”.
El que no está de acuerdo es Rafael Lluberes Ricart, “Lluberito”, condenado a 30 años por la muerte del periodista Orlando Martínez Howley. Un domingo, antes de las 8:00 AM, Lluberes conversa en la entrada de la prisión con un grupo de oficiales, y les muestra el libro “Cautivo de mi verdad”, de Braulio Torres, el que está leyendo ahora, y en una de cuyas páginas el autor incluye a Martínez en una lista de personas que recibiría entrenamiento militar en Rusia. “A Orlando Martínez no lo mataron porque decía la verdad, sino porque era comunista, un militar entrenado por ellos, por el Ejército Rojo”, dice Lluberes, que refuta a sus detractores con un “es más fácil hablar de las cosas después de que han pasado”, y con la estrofa de una vieja milonga de Borges que dice que todo el que anda buscando la muerte la encuentra.
De lo que Lluberes está convencido es de que “no debió haber sucedido lo que sucedió”, pero también de que no tiene de qué arrepentirse y de que procedería con la misma convicción con la que actuó en ese entonces. También señala que a pesar de que la sociedad lo trató mal, no guarda ningún resentimiento. Y zanja el tema con una frase reiterada y dicha en tono amable: “Nadie, como un abuelo como yo, quiere estar hablando de muerte”.
Lluberes está en La Victoria desde el 9 de junio de 1997. Vive en “Alaska”, en la celda 6, junto con otros cuatro internos.  Su rutina empieza a las 4:00 AM, cuando se levanta, se baña y lee, ve los programas de paneles en la TV, toma café y camina. Pasa el día leyendo y hace una sola comida, al mediodía. Y se acuesta temprano, 8:30 PM como mucho, en un lugar donde la mayoría lo hace pasadas las 10:00 PM.
“Cuando llegué aquí todavía había ‘Controles’, grupos de delincuentes que tenían secuestrado el penal”, recuerda Lluberes, que reconoce en los comandantes que han estado al frente de la seguridad de La Victoria en los últimos años, los cambios que se han producido en este lugar. “Ya nada de eso sucede y creo que con esto lleno de criminales y delincuentes, ahora hay más libertad de la que habría que tenerÖ (La autoridad) es más receptiva de lo que debería”, afirma.
Ahora, agrega Lluberes, los internos son tratados como “gente”, aunque de hecho “no existe en la prisión la propiedad para vivir como un ser humano” debido al hacinamiento, el gran problema de La Victoria. La solución, ocho nuevas cárceles para 1,000 internos cada una, que jamás se construirán porque no hay dinero en el presupuesto para arreglarles la vida a los delincuentes, muchos de los cuales no se lo merecen. “Yo los he visto venir dos y tres veces porque no se reforman nunca”, dice Lluberes. 
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Ya no hay bandas en el penal; la autoridad las fue erradicando. ¿Cómo se ejerce el poder, entonces? “Con papeleta”, dice “Francisco”, el de “Malvinas”, y “los policías corruptos garantizan su posición” por dinero a cambio. “Aquí vale el dinero, nada más”, asegura el interno. 
Hace frío. En el comedor sirven chocolate con un galón de cloro cortado por la mitad, y dan un pan a cada interno. Otro camina tranquilo vendiendo la Loto, con los talonarios bajo el brazo. Tolentino se lustra los zapatos a las 8:00 de la mañana cuando llega el personal del Economato. En su despacho ya está sentado, en el escritorio de la derecha, Demetrio A. Fragoso, el jefe del departamento, que en los términos más simples se encarga de administrar los pequeños negocios que tiene la institución dentro de la prisión, para darle servicio a los internos que tienen la condición de poder adquirir un producto, sea este para consumo como para la venta. 
Hay seis Economatos en La Victoria: el almacén principal, dos en el “Patio”, uno en el “Hospital”, uno en “Los Galpones” y otro más que es la “cafetería”. En el almacén se vende al por mayor, donde por ley se le aplica un 10% al producto y la venta de agua es lo único que no cierra nunca, ni los domingos, cuando el lugar abre de 8:00 de la mañana a 4:30 de la tarde. Fragoso explica que la mercancía llega al costo al suplidor: Se adquiere a través del Nuevo Modelo Penitenciario (antes era a la Procuraduría) a través de una licitación. 
La requisición de mercancía se hace dos veces por mes. Cuando en el almacén ya no hay y los internos tienen necesidad, el encargado deja pasar el producto para evitar escasez.  Si al costo de la mercancía se le suma el 10% al por mayor, al detalle se le aplica el 15% porque los internos tienen negocios dentro del penal, consumen energía de la Penitenciaría que no pagan, y ganan más que los Economatos porque venden hasta el 50% más de lo que cuesta el producto. Por ejemplo, si el Economato vende un refresco a 14 pesos, los internos lo venden a 30 y 35 pesos; un “Paco Feat” que cuesta 78 en Alaska, un domingo, puede llegar a costar 150 pesos. “Tengo que venderles caro porque yo lo vendo con impuesto”, dice el encargado. 
En la letra en un penal no debe haber negocios. La autoridad mandó a Fragoso a quitarlos de La Victoria, pero tres semanas después el funcionario reportó que “es imposible” por varias razones, entre ellas que muchos internos no pueden entrar a áreas donde hay Economatos. “Todo el mundo se la busca”, dice Fragoso, salvo en su oficina donde “no pueden pagar el peaje” que se paga en otros lados.
El titular del Economato tiene a un asistente que vigila en la entrada; cuando traen mucho de algún producto lo manda a parar (llegan muchos cigarrillos Capital, contrabandeados desde Haití). Es cierto, no le sale más barato al interno comprar en el Economato, pero éste último se rige por licitación: “Si se firma el contrato es porque la oferta del suplidor es más económica”, explica Fragoso. “Por ser suplidor del Estado se le aplica una retención del 5% (Ley 557-05). Pero además, el suplidor, que se maneja en el Nuevo Modelo Penitenciario para fines de licitación, paga todos los impuestos al gobierno “y cuando viene a ver le mete el 10% por el tiempo que demora (de 45 días a dos meses para realizar el pago)”. 
Fragoso, que era auditor del Departamento de Auditoría de la Procuraduría General, tiene solamente dos años aquí. Dice que cuando llegó, pedía 20,000 unidades de algún producto y sólo le llegaban 18,000, por el mismo precio. Así era antes; ahora se pasa inventario los días 30: Febrero fue un mes flojo por los días, aunque no se vendió mal: llega a diez millones y pico (de una venta de 9 millones 969,203 sin contar algunas cosas que no se han cuadrado todavía).  La venta de enero fue de 10,577,686 pesos. Diciembre llegó a 11 millones. En los últimos dos años ha manejado más de 200 millones de pesos, de los cuales 25 millones quedaron como beneficios. De estos, 544,000 se van en nómina de empleados y otros 150 mil van para un fondo de la alcaldía. En realidad “entra más mercancía por la puerta que la que yo manejo. La entran agachados, los sábados y domingos que yo no estoy”, dice el funcionario. 
El promedio mensual de ventas va entre los 9.5 millones y los 10.5 millones de pesos. Si compra entre 8 millones y 9 millones, viene quedando un millón y pico “de beneficio largo”. Ese es dinero de la institución, que se invierte en el sistema penitenciario, en fumigación, mantenimiento, “una caja chica” para cosas menores. Pero el grueso no se queda en La Victoria. La factura eléctrica es de 3.8 millones a 4 millones de pesos. Un levantamiento arrojó que en el penal hay equipos eléctricos, estufitas, freezers para negocios. “La Victoria es un barrio con diferentes categorías y tienen nombres específicos. Dependen del poder adquisitivo”, afirma el jefe de los Economatos. 
En los “Pasillos E y F”, donde están también los “Veteranos” y Hogares Crea, hay no menos de una docena de puestos de comida, y una decena de colmados. Un barbero en los “E”, a las 9:00 de la mañana, ya ha recortado a su primer cliente: uno o dos por día; 10 a 15 un sábado, a 100 ó 150 pesos el corte, que le da para vivir. Cerca de allí, en un puesto de comida, el calor de un fogón calienta una olla de espaguetis que se venderá el plato entre 10 y 100 pesos, dependiendo de la posibilidad del interno. El pollo frito, en cambio, reservado en una vidriera, cuesta 100, igual que un plato de sopa de pescado, en un puesto más adelante. 
Los internos también tienen la opción de cocinar: con una libra de arroz a 21 pesos, una libra de papa a 20, cinco huevos a seis pesos la unidad, una funda de carbón a 15 (el saco se consigue a 450), 30 pesos de cebolla y vasito de aceite a 5 pesos, está listo el desayuno. Pero si se busca algo más, un pequeño puesto de mercado tiene yuca a 18 pesos, batata a 13 y todo lo demás que pueda hacer falta en la cocina. La ganancia diaria, dice el dueño, entre 1,200 y 1,300 pesos, la mitad más o menos de lo que se gana un colmado bien provisto: entre 3,400 y 4,000, para una ganancia de apenas 400 según su propietario, que ve en este negocio más bien un “servicio para mantener a los presos tranquilos”.
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Si el Economato movió en febrero 10 millones de pesos, los negocios del penal, según aproximados reales, movieron el doble, unos 20 millones, lo que hace que lleva a 30 millones parte del dinero que se mueve en La Victoria. Parte, porque no se está contando el dinero que produce el contrabando, el que reciben los internos de sus familiares, la droga, las transacciones entre los propios internos, los peajes en las celdas y los juegos de azar, que resulta oficial y prácticamente incalculable. Sólo para tener una idea, Fragoso pone un ejemplo: un paquete de cigarros Capital (cuya venta está prohibida por él porque no paga impuesto), cuesta 1,400 pesos en la calle más 100 del transporte, y paga 300 de peaje en la puerta, para un total de 1,800 pesos, cuando los cigarros que vende el Economato no pasan de 1,500.
Prisiones dice que el gasto por interno es de 200 pesos. El 70% de ellos, más o menos, cuenta con los 50 pesos que necesita como mínimo para comer; el 30% (unos 2,400 internos) 300 pesos. En el primer grupo son 5,600 internos, de los cuales el 40% hace su comida y el 30% come el “chao” que se sirve gratuitamente (y que hasta eso muchos internos revenden).
Un interno gasta diariamente (cinco días porque no se cuentan dos por la visita) 50 pesos como mínimo en el desayuno, 10 pesos en café al mediodía, 50 pesos en la comida y 50 pesos en la cena, lo que hace 3,200 al mes. Eso más 500 pesos en higiene personal y lavado de ropa, 80 pesos en la limpieza de área (el “síndico” es el que limpia las celdas y lo hace por 25 pesos que reúne de cada interno), 400 pesos en comunicación (el servicio de Wi-Fi cuesta 150 pesos la semana) y 200 pesos en corte de pelo, hace un total de gastos mínimos al mes de 4,380 pesos.
Los que tienen dinero. En los “Pasillos” una cama puede valer hasta 30,000. Algunos “ranas”, los que duermen en el suelo, pagan 100 pesos para que les guarden el colchón. 1,500 es lo que vale el espacio en el piso de la celda. “Los dueños de los espacios son los reos”, apunta Fragoso. “La institución no le garantiza cama a nadie: se alquilan dentro, se compran o el interno se convierte en parte de la base de la pirámide social de La Victoria.
En el Economato Fragoso ahora discute con sus asistentes sobre el procedimiento: son 29 personas, seis de ellos son encargados, los demás vendedores de provisiones, pero el personal no está nombrado ni tiene seguro médico. El encargado de observar por Fragoso el movimiento en la puerta de entrada tiene la misión de no dejar pasar productos en mayor cuantía. Sólo lo que es “para consumo del reo”. 
Fragoso cuenta también que piensan poner cámaras de seguridad en la prisión, pero no está de acuerdo: la razón es obvia, concluye: “Una cámara en la puerta no durará intacta media hora”.
De abajo, de la panadería sale otra vez el olor que acompaña permanentemente el área del ante-patio en La Victoria. El encargado, Antonio Moreno, de 58 años, tiene 18 años al frente del lugar que abre a las 5:00 de la mañana y cierra a las 8:00 de la noche. Un día las autoridades buscaban a dos que supieran el oficio y él fue uno de ellos. Desde entonces, en los tiempos del general Pérez Sánchez, está en el penal. 
La panadería realiza dos producciones diarias: una para los internos y otra para el Economato. Hay días que preparan hasta 6,000 unidades, de las cuales un poco más de la mitad es para ese departamento. La unidad se vende a 5 pesos. Moreno, que conchaba antes de convertirse en panadero, dice que bajo su responsabilidad, el pan sí lleva levadura, prohibida en el penal por su uso para la elaboración de bebidas alcohólicas artesanales.
“Tenemos mucho trabajo”, asegura Moreno. La panadería prepara cada día dos sacos de harina de 120 libras, 3 libras de azúcar, 2 libras de sal, 3 libras de aceite, tres cuartas de levadura y un libra de curato. También hacen “masitas” para el Economato. Al lado, en la cocina, Elio Martínez está a punto de servir el almuerzo. Se queja de que sólo tiene una nevera que no es suficiente. “Hoy toca espaguetis con pollo y moro de habichuela. En una de ellas (son seis en total), el arroz, algo soso, está casi a punto y los espaguetis, un poco aguados, ya están casi servidos.
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Una de las cosas que más se respetan en La Victoria son las visitas. Las puertas se abren antes de las 8:00 de la mañana, pero a las 6:00 (a veces antes) ya hay gente en la entrada del penal, y siguen entrando inclusive hasta las 3:30 ó 4:00 de la tarde cuando comienzan a salir de la penitenciaría. Los días de visita son los miércoles y domingos (y otros según las condiciones y normas que ha impuesto la administración y la seguridad de la prisión). Las personas que más vienen son mujeres (los miércoles son más de visitas conyugales) y los niños sólo pueden entrar a un domingo intercalado; son los días más caóticos, pero también los más alegres. 
Temprano, un miércoles, el camión de la basura sale ya de la penitenciaría y los internos que van a la justicia. El coronel Carrasco explica el procedimiento: dos filas en la entrada, una para niños, embarazadas y ancianos; otra para hombres y mujeres, a través de un pasillo de unos 150 metros. Desde la avanzada al pasillo, otros 150 metros, y un primer chequeo para “clasificar” a las visitas; y un segundo puesto de control más estricto, de las cosas que entran, e incluso físico. También hay un equipo de la DNCD y, en un lugar donde todo el mundo tiene uno, está prohibido entrar con celulares (el ingenio comercial ha creado puestos de personas que se encargan de cuidarlos en la entrada); sí se permiten alimentos, agua. Nada de levadura porque con eso los internos hacen ron, ni vegetales o cigarrillos. “Esta es una cárcel y los controles no se pueden vulnerar”, dice Carrasco. “Ahí (en los controles) es donde se busca corromper a los policías”. 
Las niñas y adolescentes hasta los 17 años sólo pueden entrar al penal con su acta de nacimiento y acompañadas por su madre, ésta debidamente documentada con su cédula de identidad. Si se trata de un varón, éste puede entrar con el padre o la madre. “Es un asunto de cuidado óadvierte el oficialó “hay ocho mil hombres violentos”.
Luego de cruzar los 200 metros del pasillo que conduce a la entrada del penal, se forman tres filas: los hombres a la derecha, las embarazadas y ancianas al medio y las mujeres, adultas pero jóvenes de entre 20 y 30 años la gran mayoría, a la izquierda. Allí pasan a un área techada donde se someten al control de la DNCD, y luego al chequeo personal, tres en total. A todas las personas les ponen dos sellos a la entrada (uno de la DNCD); las mujeres saldrán horas más tarde por el portón principal y los hombres por la misma pequeña puerta por donde ingresaron al penal. “(Las visitas) están tan acostumbradas que salen por su propia cuenta”, comenta Carrasco, para agregar que los domingos se refuerza la seguridad con personal del campamento Duarte y aumentan las patrullas por los pabellones.
“Y en diciembre aquí sí es que entra gente. Yo diría que somos unos fenómenos: 240 hombres para controlar a 8,000 (internos) violentos”, dice el coronel licenciado en derecho. “A los calientes los mantengo aislados. Los ubico y los traslado a otro sitio, y ese es su peor castigo. Tenemos un área de aislamiento para regeneración, para los necios y revoltosos, y si eres reincidente te traslado”.
A las 7:50 de la mañana de un domingo de febrero hay ya como un centenar de personas en fila que empezaron a entrar al penal. A la espera de un garante está Domingo Díaz, “El Pastorcito”, el encargado de buscar a los internos para llevarlos a la justicia, pero también el jefe de los “pasadores”, 16 alrededor, que se dedican a cargar las cosas que trae la gente de fuera o a orientar a los que vienen por primera vez. Cobran entre 10 y 100 pesos por persona, hay alguno que recibió hasta 500 de propina.
Hay más mujeres. En la fila deben entrar a un cuarto donde deben quitarse la ropa para ser revisadas. Al lado del umbral hay una mesa donde dos policías, hombre y mujer, revisan las pertenencias de los visitantes. A lo largo del día, mientras la gente va pasando, se escucharán decenas de frases despectivas con respecto a la policía; muchos rostros indignados, otros indiferentes, algunos felices, con razón o no, pero sobre todo de resignación. 
En el puesto están Pascual Abad, policía alto y afable, y Guzmán, oficial, en un perímetro cercado por una baranda de metal de un par de metros que conduce a la entrada principal de la fortaleza. Es un lugar privilegiado para algunos. Allí puede estar un momento “Changó”, el limpiabotas, que reprende a “Chiquito”, su perro sarnoso. Es un día de lluvia que ha retrasado la visita; en total, entre 30 y 32 policías distribuidos en todas las garitas. “La gente pasa por tres chequeos”, explica el coronel Carrasco, que llega siempre temprano para supervisar el día. “Cuando tenemos información de una ‘mula’ la llevamos al área médica. Pero se corrigen un par de semanas y vuelven a lo mismo”.
Mientras tanto, Pedro Suriel Reyes, un “pasador”, ofrece sus servicios y una mujer pasa por el perímetro de llegada: “Ellos me vieron cara de rica hoy”, se queja. “Los barrios se conocen todos. Si es de Los Mina sabrá por dónde anda alguien”, dice Suriel, que vive en los “5-6” del Patio y que está en La Victoria como preventivo, por un atraco que dice que no cometió. Habla con experiencia sobre la forma en que se puede buscar a un interno que recibe visita. En un día de lluvia necesita un paraguas que no lo tiene, sobre todo para proteger a las damas que llegan acicaladas y recién salidas del salón: afuera del penal hay de todo para vender, antes de la primera garita; al lado de las filas, detrás de un alambrado, varias mujeres se ofrecen para guardar los celulares que no se permiten introducir al penal. También las que alquilan ropa adecuada y sandalias para los hombres que llegan con zapatos de suela y base alta, donde se puede camuflar droga de contrabando.
“Aquí hay problemas, líos... Después de eso, la visita es segura”, dice el “pasador”, que en ese momento reconoce a un “pirata”, un interno no autorizado para desempeñar su papel y que según Suriel no es confiable, igual como sucede en la calle con los vehículos públicos. Entonces, una mujer se queja de que tuvo que cambiarse la ropa; muchas pasarán con escotes pronunciados y faldas bien entalladas. Pascual pide un café que llega tarde en un vaso de plástico. Y Pedro Suriel, con gran familiaridad, recibe a una visita: “Llegó temprano, mi amiga”.
Suriel dice que en días como hoy los problemas empiezan en los baños. Los internos son obligados a despertarse más temprano para que la visita los encuentre bañados. En la “5- 6”, donde vive, una de las celdas más grandes de todo el penal, “hay mucho preso y poca agua” y sólo tres baños para casi 800 internos: uno grande y dos pequeños, uno de dos caños y los otros dos de uno solo. Algunos más precavidos guardan el agua desde el sábado para tener cómo bañarse. Suriel recuerda que se va dentro de poco, pero le falta algo de dinero (una parte se le fue en la multa). El trámite es un papeleo que termina otra vez con la “carita”.
Ha llovido gran parte de la mañana y el “pasador” ha conseguido prestado, providencialmente, un paraguas blanco, casi nuevo, que deja a sus compañeros atónitos: “Este anda en un Mercedes”, comenta uno de sus colegas cuando “Jonathan”, un interno que viene de Herrera, se pone un delantal al lado de la puerta y recoge 185 quipes en un balde blanco con tapa que una señora le pasa de afuera junto al kétchup, la mostaza y la mayonesa. Cada uno cuesta 10 pesos.
“Ya gasté 200 pesos”, murmura una señora que avanza hacia el patio mientras una puerta de rejas  se abre a la izquierda de la sala donde revisan a las mujeres. Parece una zona de “acceso especial” por donde entran sólo algunas personas. “Esas tienen a una pelada”, reclama otra, lejos de donde una muchacha acicala a su compañera con dedicación antes de entrar al penal y una pareja se saluda con un beso en los labios y se va tomada de la mano.
Alguien pregunta de afuera por “Juan Pasador”, no Pedro, Juan. “Pasador” es un apellido común que comparten los 16 internos dedicados al oficio de cargar cosas y guiar a la visita. De afuera un hombre llama a Suriel y le entrega un papel por entre las rejas. “Era una persona de Higüey. Lo llevé a un par de sitios, pero no encontró a nadie”, dice. Le dejaron el teléfono y el encargo de encontrar al interno. “Tenían comunicación desde aquí y dejaron de llamarse un tiempo”. “Pedro Pasador” advierte que los “presos están  engoletados” (encerrados) con sus parejas, por lo que es más difícil encontrarlos; a veces muchos se mudan de área y ya no se sabe. Lo buscará en la cena.
NOTA DEL EDITOR
Los autores de este trabajo, el reportero Javier Valdivia y el reportero gráfico Jorge Cruz, ingresaron durante un mes a la Penitenciaría Nacional de La Victoria para conocer de cerca la situación que viven poco más de ocho mil internos, y los cambios que la administración del penal, pese a la resistencia de un sistema violento y corrupto, viene introduciendo en los últimos años.
Durante todo el mes de febrero, ambos periodistas del LISTÍN DIARIO, bajo la iniciativa del procurador general de la República, Francisco Domínguez Brito, y la plena colaboración del director de Prisiones, Tomás Holguín; del alcaide de La Victoria, Gilberto Nolasco, del jefe de seguridad de la prisión, coronel Marino Carrasco, de su personal y de un grupo de internos, Valdivia y Cruz pudieron recoger de primera mano óy sin censura de las autoridadesó testimonios, escenas y situaciones que han traducido en este reportaje de siete entregas.
Fuente: listindiario.com

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